A 51 años de su fallecimiento.
Por Gilberto Dihigo.-
El tiempo, ese enorme dragón que revuela silencioso sobre las existencias engulle con su acostumbrada voracidad días, meses, años, horas, minutos, segundos en su marcha indetenible y, aunque siempre desanda los mismos caminos, durante su paso agridulce trae unidos en su aliento inmortal, risas y llantos hermanados dentro de nacimientos y muertes siempre iguales en su expresión, pero diferentes en cada instante por esa miel fresca que brota desde lo más profundo del alma cuando recordamos con amor.
Por eso padre hoy 20 de mayo te recuerdo en este punto del camino que se cumple otro año de tu adiós terrenal y, como dijo el poeta, me detengo ante tu cuerpo, “tronco de ramas frescas, húmedas todavía” pero no lloro, sino sonrío quedo, porque siempre al evocarte el sentimiento cálido que inunda mis huesos y se desliza gota a gota por la piel, no es de tristeza. Es una emoción dulce, serena, casi sobrenatural.
Recordarte no me lleva a ese ovillo estrangulador que asfixia la esperanza y desborda los ojos de amargos mares. Nada de eso, recordarte es voluntad, determinación y orgullo. De todas maneras tú, Martín Dihigo, no quieres tristezas, siempre las evadiste.
Me imagino que allí en la mágica ciudad en la que habitas, donde los reflejos del mar se juntan con pétalos de las flores dentro del misterio que va mas allá de toda razón, y viven eternamente todos esos héroes que traspasaron la inmortalidad del diamante de beisbol, cuentas a esos entes invisibles, escoltas de la palabra dentro del tiempo, tus hazañas para que la susurren a los generosos vientos de la constancia que luchan contra el monstruo del olvido.
Los días como hoy siento la ternura de tu abrazo inacabado cuando el sol me deslumbra, escucho tus carcajadas detrás del ulular del viento, me estrechan tus fuertes manos, reflejadas en las corticas manos de tus nietos, mis hijos.
Los días como hoy comprendo que podemos burlar la muerte al rodear la vida del ausente con la pura vida de quienes permanecen y llevan la sencillez de su recuerdo en lo profundo de las entrañas, allí en ese sitio oculto y desconocido para los fríos de corazón.
Cierro los ojos me veo niño otra vez, acaricio tu limpia cabeza calva y contemplo una vez más la sonrisa de los grandes dientes relumbrantes que acompañaban al malicioso signo de tus ojos inteligentes cuando te burlabas de mis terquedades. Sonrío cuando esas remembranzas llegan ligeras impulsadas bajo la dulzura del cariño que acompañan al eco del pasado y son las llaves maestras para enfrentar el viejo oficio de la muerte que nunca puede contra el recuerdo del amor.